Hay veces en que leyendo un libro, uno aprende algo valioso, muy valioso. Eso es lo que sentí yo el otro día leyendo el cuento La breve vida feliz de Francis Macomber de Ernest Hemmingway. Todo el cuento merece mucho la pena, pero hay un fragmento brutal, tan brutal que no puedo evitar compartirlo en esta web.
Francis Macomber y Margot Macomber son unos americanos ricos con problemas en su matrimonio que contratan los servicios de un cazador experto llamado Wilson durante un safari en África. Francis Macomber intenta cazar un león, pero a la hora de la verdad, entra en pánico y huye. Wilson dispara y evitar que el león devore a Macomber. Macomber está agradecido pero extremadamente avergonzado, y su esposa Margot siente desprecio por él y atracción por Wilson. El día siguiente, Macomber, extremadamente humillado, va a cazar unos búfalos. Es un animal menos peligroso, pero un búfalo se queda herido, y los búfalos heridos sí son muy peligrosos. Esto es lo que pasa a continuación.
(Si quieres leer el cuento entero está aquí pero no es necesario que leas el resto para que puedas entender esta entrada )
—¿Podemos ir a por él ahora? —dijo Macomber, impaciente. Wilson lo estudió lentamente. Que me aspen si esto no es raro, se dijo. Ayer estaba hecho un flan y hoy se comería el mundo.
—No, démosle un rato.
—Por favor, vamos a la sombra —dijo Margot. Tenía la cara blanca y parecía enferma.
Se dirigieron al coche, que estaba bajo un solitario árbol de copa ancha, y se metieron en él.
—Lo más probable es que esté muerto ahí dentro —observó Wilson—. Dentro de un rato iremos a echar un vistazo.
Macomber sintió una felicidad desmedida e irracional que nunca había experimentado.
—Dios mío, menuda persecución —dijo—. Nunca había sentido nada igual. ¿No ha sido maravilloso, Margot?
—A mí me ha parecido horroroso.
—¿Por qué?
—Me ha parecido horroroso —dijo con amargura—. Detestable.
—¿Sabe?, no creo que nunca vuelva a tener miedo de nada —le dijo Macomber a Wilson—. Algltpasó dentro de mí después de ver el búfalo y comenzar a perseguirlo. Como cuando revienta un dique. Ha sido pura emoción.
—Te depura el hígado —dijo Wilson—. A la gente le pasan cosas muy raras.
La cara de Macomber resplandecía.
—Algo me ha pasado —dijo—. Me siento completamente distinto.
Su esposa no dijo nada y le miró con extrañeza. Estaba sentada en el extremo del asiento y Macomber se inclinaba hacia delante mientras hablaba con Wilson, que estaba de lado, hablando por encima del respaldo del asiento delantero.
—¿Sabe?, me gustaría probar con otro león —dijo Macomber—. Ahora ya no me dan miedo. Después de todo, ¿qué pueden hacerte?
—Exactamente —dijo Wilson—. Lo peor que pueden hacerte es matarte. ¿Cómo es ese fragmento? Shakespeare. Es buenísimo. A ver si me acuerdo. Oh, es buenísimo. Durante una época solía repetírmelo. Vamos a ver. «A fe mía que no me importa; un hombre solo puede morir una vez; le debemos a Dios una muerte y tanto da cómo se la paguemos; el que muere este año, el que viene ya se ha librado.» Buenísimo, ¿eh?
Se avergonzó de haber revelado aquellas palabras que habían guiado su vida, pero había visto alcanzarla mayoría de edad a algunos hombres, y era algo que siempre le conmovía. Era totalmente distinto de cumplir los veintiún años.
Había hecho falta un momento singular en la cacería, una acción precipitada que no había dado opción a pensárselo de antemano, para provocar aquello en Macomber, pero tanto daba cómo había sucedido, lo cierto era que había sucedido. Míralo ahora, se dijo Wilson. Lo que pasa es que algunos siguen siendo unos críos durante mucho tiempo, se dijo Wilson. Algunos toda la vida. Siguen pareciendo unos chavales cuando cumplen los cincuenta. El gran niño-hombre americano. Qué gente tan extraña. Pero ahora ese Macomber le caía bien. Un tipo bien raro. Probablemente eso también significaría que dejaría de ser un cornudo. Bueno, eso sí que estaría bien. Eso estaría de primera. El tipo probablemente ha estado toda la vida asustado. No sabe cómo empezó. Pero ya lo ha superado. Con el búfalo no ha tenido tiempo de estar asustado. Eso y que también estaba furioso. Y el coche. Los coches te hacen sentirte más como en casa. Ahora está que se come el mundo. En la guerra había visto a gente a la que le pasaba algo parecido. Te cambiaba más eso que perder la virginidad. Se te iba el miedo como si te lo hubieran extirpado. Y en su lugar surgía otra cosa. Lo más importante de un hombre. Lo que le hacía hombre. Las mujeres también lo sabían. Adiós al maldito miedo.Desde la otra punta del asiento Margaret Macomber los miró a los dos. En Wilson no había ningún cambio. Vio a Wilson tal como lo había visto el día antes, cuando comprendió por primera vez cuál era su gran talento. Pero ahora veía el cambio ocurrido en Francis Macomber.
—¿Siente también usted toda esta felicidad por lo que va a ocurrir? —preguntó Macomber, explorando aún su nueva abundancia.
—No debe mencionarlo —le dijo Wilson, observando la cara del otro—. Se lleva más decir que está asustado. Y mire lo que le digo, también tendrá miedo muchas veces.
—Pero ¿no siente felicidad por lo que vamos a hacer?
—Sí —dijo Wilson—. Eso ocurre. Pero no hay que hablar demasiado de esto. Déjelo. Si habla demasiado de una cosa pierde la gracia.
—No decís más que tonterías, los dos —dijo Margot—. Solo porque habéis cazado unos anisales inocentes desde un coche habláis como si fuerais héroes.
—Lo siento —dijo Wilson—. Me he disparado. —Empieza a estar preocupada por lo ocurrido, se dijo.
—Si no sabes de qué hablas, ¿por qué te metes? —le preguntó Macomber a su mujer.
—De repente te has vuelto muy valiente, así, sin más —dijo su
mujer, zahereña. Pero su desprecio era vacilante. Tenía miedo de algo.
Macomber se rió, una carcajada muy natural y campechana.
—Y que lo digas —dijo—. Ya lo puedes decir, ya.
—¿Y no es un poco tarde? —dijo Margot con amargura. Porque durante muchos años había hecho todo lo que había podido, y nadie tenía la culpa de que su matrimonio hubiera llegado a esa situación.
—No para mí —dijo Macomber.
¿No sería hermoso vivir sin miedo? ¿No sería hermoso sentir que no somos invencibles, pero tampoco importa?
Sí suena muy bien. ¿Pero no es verdad que el miedo sirve para evitar el peligro? ¿ No es verdad que si no tuviéramos miedo iríamos a cazar todos los leones, lo necesitemos o no lo necesitemos?
Quizá lo que hay que hacer es perder todo el miedo, y decidir lo que haremos no en función del miedo sino por un mero análisis mental de coste y beneficio. Quizá con el análisis adecuado necesitaríamos tener miedo.
Siempre he pensado que el miedo es necesario, pero quizá estaba equivocado. Quizá no necesito tener miedo a caerme por el acantilado para no asomarme, quizá me baste con ser lo suficientemente racional como para saber que el beneficio de mirar desde el acantilado es ínfimo en comparación con el peligro en que incurro.
El miedo es una emoción y como toda emoción sirve para algo. Es un aviso, una señal que te dice cuidado. Pero si tienes cuidado, si eres lo suficientemente racional como para no ignorar el peligro, entonces no necesitas el miedo para nada.
Y una vez decidido a prescindir de él, ¿cómo eliminar el miedo? En el cuento, Ernest Hemingway nos habla de personas que se enfrentan a un león, de soldados en la guerra. Pero yo no he ido a ninguna guerra y el único león que he visto estaba tras los barrotes de un zoológico. No tengo ninguna experiencia especial que me haya abierto los ojos y me haya hecho olvidarme para siempre del miedo.
Tengo que buscar otra salida. Tengo que buscar otra manera de no tener miedo.
Mi salida ha de ser desde la razón. Desde la razón he de llegar a la misma pregunta que se hace el personaje del cuento: ¿Qué es lo peor que puede pasar?
El personaje de un cuento está en una situación muy extrema: su vida corre peligro. Aún en ese caso te puedes plantear qué es lo peor que puede ocurrir. Lo peor qué puede ocurrir es que mueras, y vas a morir de todas formas, así que lo que no es tan malo es que sea hoy en lugar de ser dentro de un tiempo.
¿Te imaginas el poder que sentirías si no te asustara morir?
Pero no te voy a pedir tanto. Aunque te asuste morir, puedes al menos reducir en mucho el miedo que sientes. Solo es necesario que te plantees en cada situación en la que te encuentres lleno de temor, qué es lo peor que puede ocurrir.
Y cuando tengas la respuesta, cuando sepas cuál es el peor desenlace, confía en tu capacidad para hacer frente a esa situación, para cambiarla o para adaptar tu mentalidad.
Cualquier problema tiene dos soluciones: una externa y objetiva, hacer que ese problema desaparezca; una interna y subjetiva, cambiar tu manera de verlo de forma que no lo veas como un problema.
Si me quedo sin coche, puedo solucionarlo de dos maneras. O bien consigo otro coche ( solución externa) o bien cambio mi manera de ver las cosas y acepto que puedo estar perfectamente sin el coche ( solución interna).
Ocurra lo que ocurra, piensa en lo peor que podría pasar, y luego sé consciente de que puedes solucionarlo.
Rafael Sarmentero, en su libro “Sano y Salvo en Shibuya” cuenta que le marcó hace mucho tiempo una frase del presentador de televisión Pedro Ruíz. “Nada es para tanto”. Y quizá es verdad, nada es para tanto, porque tú eres para mucho más.