El ilusionista traidor
“Cuando me siento a escribir, que es el momento esencial de mi vida, estoy completamente solo. Cada vez que escribo un libro, acumulo mucha documentación, ese material de fondo es la parte más íntima de mi vida privada. Es un poco embarazoso – como ser visto en ropa interior Es como los magos que nunca dicen a los demás cómo hacen que una paloma salga de un sombrero. “
Gabriel García Márquez
Decía el escritor francés Georges Duhamel que cuando se quiere saber una cosa, lo mejor que se puede hacer es preguntarla.
Parece una buena idea. Tim Ferris la recomienda para aprender rápido. Encuentra a las personas que más saben del tema y pregúntales.
Al principio funciona.
Cuando empiezas a aprender algo, hay muchas personas que te pueden enseñar. Millones de personas en el mundo te pueden enseñar a bajar esquiando una pequeña pendiente, a hablar un poco de inglés, a jugar dignamente al fútbol, a tocar cuatro notas en el piano.
Después sigues aprendiendo. Sigues preguntando. Y te das cuenta de que pasado un nivel, hay pocos te puedan hacer mejorar. Y de algo aun peor. Que los que pueden no quieren revelarte sus secretos.
El secretismo de los grandes
En todos los campos hay quienes son capaces de llegar a un nivel que a los meros mortales nos parece magia. Tienen una técnica tan exquisita, tan superior a los demás, que nos parecen alienígenas.
Pero no lo son. Con talento natural o sin él, cada gran figura ha aprendido un repertorio de trucos tan buenos que parecen sortilegios. Pero no es un mago, aunque lo parezca. Es solo un ilusionista.
Y no digo ilusionista para quitar mérito. Al contrario. Tiene más mérito el ilusionista que simula crear magia, que el mago que la tiene por nacimiento.
Pero sí hay una diferencia. El ilusionista lo es por sus trucos. Por sus trucos y su entrenamiento constante. Y no tiene interés en revelar sus artimañas. Porque no quiere que otros lleguen a su nivel. El iniciado solo cuenta sus trucos a otros iniciados. A personas que por azar o por sus relaciones personales o familiares han llegado a estar dentro del círculo de tiza.
Para el outsider el conocimiento es lejano y prohibido.
Los iniciados cuentan a los extraños simples consejos genéricos: “Cree siempre”, “escribe sobre lo que te gusta”, “sé tú mismo”. Además de las generalidad , de cuando en cuando dejan caer alguna migaja aprovechable “concéntrate en el movimiento de las manos”, “piensa antes en dónde enviarás la pelota”.
Estoy convencido de que cuando un futbolista famoso le aconseja a su hijo cómo chutar el balón, lo hace sin la vaguedad que usa en las entrevistas o en su libro de memorias.
No creo que un padre pintor le diga a su hijo que tiene que mirar “dentro de sí mismo para descubrir lo que ha de pintar”.
Siempre he sido un outsider. Y he caminado con la soledad del que tiene que encontrar la ruta por sí mismo. Con un guía aquí y otro allí, con ecos de voces, pero sin un Gandalf vestido de blanco que me lleve de la mano al Valhalla.
Los outsiders no tenemos con quién hablar y nos tenemos que fiar de los libros. Pero tras cada título prometedor, hay centenares de folios decepcionantes con consejos vacíos como una botella retornada.
Pero cuando ya casi has perdido la esperanza. Cuando crees que en ningún lugar encontrarás ayuda, aparece un ilusionista distinto. No suele ser el mejor, ni el más conocido, pero sí es diferente a los demás. No te cuenta obviedades, no esconde dos consejos miserables en una tonelada de papel.
Este ilusionista mueve sus manos despacio extremadamente despacio delante de tus ojos extendidos. Y te muestra sus trucos. Te deja entrar por fin en el círculo prohibido reservado a los protegidos.
Se gana el odio de los demás ilusionistas, su desprecio. Porque ha abierto la puerta sin mirarte la cara, sin preguntarte el nombre. Porque ha dejado conocer el secreto a la muchedumbre.
Es el más noble de los ilusionistas. No el más grande, pero sí el más magnánimo.
Todos los outsiders del mundo le debemos un gran pedazo de nuestra vida al ilusionista traidor.